04.09.2025 | Redacción | Escrito
Por: Pilar Medina Rayo
Autora del libro: Óbolos para Caronte
Los búcaros fueron utilizados tanto para conservar el agua en las viviendas, como para refrescar las estancias de éstas. Durante siglos tuvieron gran importancia, siendo objetos codiciados y coleccionados, hasta que llegó el cambio dinástico de los Borbones y quedaron relegados por la cerámica.
El aspecto del búcaro que mayor atención ha generado, tanto por parte de sus coetáneos barrocos como de investigadores y profanos contemporáneos, es el de la bucarofagía, resultando una de las costumbres que más sorprenden a día de hoy.
Durante los siglos XVI a XVIII, los búcaros sirvieron como exaltación de los sentidos para las damas. Algunas paseaban con castañas de barro en sus manos para llevar pañuelos humedecidos con perfumes y aroma de arcilla, aunque lo habitual era usarlos en los interiores domésticos donde se rellenaban de agua para que el aroma a barro perfumara y refrescara las estancias, deleitando el sabor de su agua a las mujeres, obsesionadas también con degustar su arcilla. Las damas de la corte española practicaban la bucarofagía, termino empleado para designar la ingesta de barro proveniente de estos búcaros.
Cuando revisamos las fuentes documentadas de la época, es evidente que existía una inevitable predisposición, o llamémosle obsesión casi compulsiva, a comer barro, que incluso era mejorado con azúcar o perfumes como ámbar o algalia. Es indudable que se comía búcaro por gusto, pues el aroma a barro, al igual que el agua que adquiría su sabor, les deleitaba, fomentado además desde el ámbito cultural como algo positivo para la mujer, aunque no tanto para el hombre.
Dado que no es posible masticar una cerámica cocida, las mujeres chupaban y roían fragmentos de los búcaros quebrados, o masticaban e ingerían las terras siglillatas (tierra sellada), se trataba de barros crudos o semicocidos que resultaba más fácil de romper, masticar e ingerir.
El origen de la costumbre se vincula a la casa real de Portugal. Parece que iba asociada a “buen gusto” y símbolo de prestigio, o las supuestas propiedades medicinales que le eran atribuidas.
Entre las supuestas propiedades curativas, estaba el mitigar enfermedades, el envenenamiento, o los efectos de la clorosis producida por el uso de maquillajes en los que se utilizaba plomo, mercurio y otros metales pesados. La clorosis provocaba una serie de síntomas terribles, entre los que se encontraba la palidez cutánea, fatiga, debilidad, falta de aliento, dolores de cabeza, y trastornos del apetito. También se asociaba con síntomas como la amenorrea (ausencia de menstruación), edemas en los tobillos y la cara, y síntomas nerviosos o depresivos.
Esa atribución medicinal conllevó la comercialización de las denominadas “Tierrita santa comestible de San Juan”. Eran un tipo de arcillas que se vendían en algunos santuarios como remedio a ciertas enfermedades y para las mujeres embarazadas, enlazándolo con la tradición de la bucarofagía. A estas “Tierrita santa” se le daba forma de pastillas a las que se les grababa imágenes religiosas, como por ejemplo la imagen de la Virgen.
Según las crónicas, las mujeres consumían estos barros a todas horas, hasta llegar a provocarles opilación (obstrucción intestinal). Esta continúa ingesta de barro, les volvía la piel amarillenta, perdiendo el color rosado del rostro y haciéndolas enfermar. Aun así, para las damas resultaba una práctica tan significativa, que se hacen representar en los lienzos en el preciso momento en que recibían un búcaro con agua, pues este gesto aparentemente cotidiano, debía tener un significado de mayor transcendencia. De lo anterior nos han llegado varias muestras, entre las que podemos señalar el óleo “Doña Juana de Mendoza con niño enano”, de Sánchez Coello, hacia 1585, siendo esta una de las más tempranas representaciones del uso de los búcaros, y donde la joven, apenas una niña, viste como una mujer adulta, utilizando maquillaje con blanco de plomo y colorete de mercurio. Otro ejemplo lo encontramos en las famosas Meninas de Velázquez (1656), donde podemos apreciar como la menina, María Agustina Sarmiento, le ofrece un pequeño búcaro de barro mexicano a la Infanta Margarita de Austria.
Pero, ¿a qué se debía esta obsesión desatada por consumir arcilla? Parece que la respuesta la encontramos en el olor. Mota Padilla comentaba en el siglo XVIII que el olor del búcaro mojado “incita” a las mujeres a comer barro. Sin embargo, ¿Por qué el olor incita de manera insufrible a comer la tierra o a beber agua? Esto tiene una explicación científica y está en relación con unas bacterias presentes en la tierra y la sustancia química que éstas segregan se llama geosmina (que significa olor a tierra). Estas bacterias se activan en contacto con el agua (el de la lluvia en estado natural y el del búcaro en las casas). El aroma producido se describe como un olor agradable e incluso fragancia, recibiendo el nombre de petricor, término acuñado por Bear y Thomas en 1964 en un artículo publicado en la revista Nature.
La geosmina es una adaptación evolutiva de la bacteria con la finalidad de atraer a los animales e incitarlos a beber el agua o comer la arcilla en la que viven y, de esa forma, desplazarse de un lugar a otro para colonizar nuevos espacios húmedos. El ser humano, como algunos otros animales, es altamente sensible a la detección de esta molécula, por lo que se siente irremediablemente atraído por ella. El gusto u obsesión por beber agua del búcaro o comer el barro parece que tiene relación entonces con el petricor del búcaro.
Pero surge otra cuestión interesante, y es que parece que esa obsesión por comer búcaro afectaba más a las mujeres que los hombres, a tenor de los comentarios y referencias de la época. ¿Significa que la mujer tiene mejor olfato que el hombre o se ve más afectada a beber/comer barro? ¿aumenta el sentido del olfato en las mujeres embarazadas y por ello ingieren barro con más frecuencia? La realidad es que no se puede ofrecer una respuesta correcta.
Para deshacer la opilación intestinal, las damas bebían agua de la fuente del Acero, tal como dejó testimonio Lope de Vega en sus versos: Tiene una niña (a) que enseñada / todas estas devociones / con ciertas opilaciones / que anda en víspera de dueña / tan blanda, aunque toma acero.
Por tanto, que comían barro es evidente, pues de ello se hacen eco distintos autores, Covarruvias, en 1611, decía que las damas los ingerían igual que si fueran “golosina viciosa”. No obstante, parece que no siempre lo degustaban del mismo modo, pues unas veces se introducían fragmentos en la boca para chuparlos, otros se mascaban, y otros se rallarían o molerían para poder ingerirlos, siendo los búcaros sin cocer unas autenticas delicias frente a los ya cocidos.
Por último, el sonido que se producía cuando las damas mascaban el barro debía ser algo muy característico. En varios ejemplos se describe como si se tratara de un “rechinar”, es decir, el roce entre los dientes sin quebrarse, definiéndose como sonido desagradable producido por la fricción de éste entre los dientes. En la obra El Estrado, de Juan de Zavaleta (1654) describe el rechinar, y tilda al búcaro, como golosina quejicosa.
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