La llave que pudo cambiar la historia del naufragio más famoso: el Titanic

07.10.2025 | Redacción | Escrito

Por: Pilar Medina Rayo

Autora del libro: Óbolos para Caronte

En 1912 el mundo vive una época de progresos sin precedentes. El acero y el vapor, que dejaron atrás los buques impulsados por velas, prometen conquistar cualquier desafío que se les presente.

En los astilleros de Belfast, Irlanda del Norte, se está construyendo algo más que un barco, se está forjando un sueño: el Titanic.

¡Ni siquiera Dios podría hundir este barco!, era la exclamación más escuchada en los astilleros de Belfast. En su construcción se emplearon 2000 chapas de acero de 9 por 1,80 metros, con un espesor de 2,5 cms, unidas por más de 3.000.000 de remaches. El RMS Titanic, no era simplemente un trasatlántico, sus ingenieros, liderados por Thomas Andrews, habían diseñado una fortaleza marina que, con dieciséis compartimentos estancos separados, en teoría, harían imposible su hundimiento.

Tan seguros estaban de la imposibilidad de hundimiento de este prodigio, que el Titanic inicia su viaje inaugural con una dotación de botes salvavidas que solo permiten alojar a 1.178 personas de las 2.224 que transporta el barco. En la dotación inicial de botes que tenían prevista, se podía alojar a más de 3.000 personas, pero estos fueron reducidos por la empresa propietaria del buque, la compañía White Star Line, que consideró que ocupaban mucho espacio en la cubierta de primera clase. Para esta reducción de botes se apoyó en las disposiciones de la Ley de Seguridad Marítima Británica (una regulación obsoleta que databa de la época en la que los barcos se construían de madera), según la cual la cantidad de botes dependía del tonelaje de la embarcación, por lo que al Titanic le bastaba con 16 botes para cumplir con lo establecido en la citada normativa, aunque se terminó dotándolo de 20 botes y más de 3500 chalecos salvavidas de lino y corcho, suficientes para el número de pasajeros que transportaba, pero inútiles contra la hipotermia de las frías aguas del Atlántico Norte, con temperaturas que rondan los -0 grados. El lujo tuvo prioridad sobre la vida.

Pero Thomas Andrews sabía algo que, por el optimismo de la época, nadie quería escuchar. Si algún día un accidente inundara más de cuatro compartimentos el Titanic se hundiría. Su advertencia quedó grabada en los planos del navío.

El 10 de abril de 1912, del puerto de Southampton, Inglaterra, el Titanic se prepara para zarpar hacia Nueva York. Entre las almas que van a bordo, hay un drama silencioso que nadie alcanza a imaginar.

Una llave, un descuido, un destino sellado…

David Blair, un oficial de la White Star Line, es sustituido justo en el último momento. Debe abandonar el transatlántico a toda prisa lo que provoca un olvido que, aparentemente, es insignificativo: no ha dejado en su sitio una llave.

La llave que Blair ha olvidado, y que se marcha con ella dentro de uno de sus bolsillos, es la que abre la caja donde se guardan los prismáticos; caja que se encuentra situada en la cofa del barco, el “nido del cuervo” desde donde los vigilantes escrutarán el horizonte. Los vigilantes Frederick Fleet y Reginald Lee navegarán sin los binoculares que permanecerán para siempre encerrados en esa caja inaccesible.

Mientras que el Titanic surca las frías aguas del Atlántico Norte, su sistema de radiotelegrafía se convierte en el único medio que lo conecta con el mundo. Dos días antes del desastre se produce en él una avería que mantendrá en vilo a los operadores Jack Phillips y Harold Bride. Tras reparar la radio, ambos dan prioridad en mandar la montaña de telegramas de los pasajeros, sin prestar atención a un importante mensaje recibido desde el SS Californian: han avistado bloques de hielo.

Eran las 23:40 horas del 14 de abril de 1.912. En la cofa del barco, Frederick Fleet, quien no ha podido tener acceso a los prismáticos, escrudiña la oscuridad del Atlántico Norte con sus ojos desnudos. De repente, una sombra emerge en la noche cerrada: un iceberg a sólo 400 metros de distancia. En las declaraciones realizadas tras el hundimiento, Frederick Fleet, que logró sobrevivir al hundimiento, manifestó que si hubiese dispuesto de binoculares habría visto la masa de hielo a una distancia aproximada de 1.800 metros, suficientes para haber maniobrado.

Fleet grita “¡Iceberg a la vista! ¡iceberg por la proa!”, mientras hace sonar la campana de alarma. En el puente de mando, el primer oficial, William McMaster Murdoch, recibe la alerta y, en tan sólo unos segundos debe tomar una decisión que afectará a más de 2.000 vidas. Ordena girar el timón, pero el marinero que lo maneja, acostumbrado a manejar barcos de vela, comete un error fatal y gira el timón en la dirección contraria.

El iceberg no roza solo un compartimento, va abriendo el casco como una lata de sardinas, perforando seis compartimentos estancos, dos más de los que Thomas Andrews había calculado como límite de supervivencia. En tan solo dos hora y cuarenta minutos, el Titanic se hundió.

En el año 2.010 Louise Patten, nieta del segundo oficial del Titanic, Charles Lightoller (que sobrevivió), publica Good as Gold, un libro que revela el secreto mejor guardado de aquella noche trágica.

Según el testimonio familiar trasmitido en privado durante décadas, el error en el manejo del timón no fue casualidad, sino consecuencia de la transición tecnológica de la época. Los marineros, acostumbrados a barcos de vela, donde se giraba el timón en dirección contraria al giro deseado, aplicaron instintivamente esa técnica al Titanic, uno de los primeros grandes barcos de vapor. Lightoller llevó este secreto a la tumba por lealtad a la White Star Line, y para evitarles mayores responsabilidades legales.

La historia del Titanic no es sólo la historia de un naufragio, es la historia de la ambición humana. Aquellos errores, aparentemente pequeños, tuvieron gigantescas consecuencias. 1.517 personas perdieron la vida aquella noche. Sus nombres están grabados no sólo en la historia, sino en nuestra memoria colectiva, recordándonos que ningún barco, por grande que sea, es más fuerte que el respeto que debemos al mar.

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