Imagina

16.11.2025 | Redacción | Opinión

Por: Alejandro de Bernardo

adebrernar@yahoo.es

Hacerse preguntas es un ejercicio de madurez y al mismo tiempo es algo que, en cierto modo, nos devuelve a la niñez. Sin preguntas no hay posibles respuestas y las respuestas son para el ser humano, en gran medida, lo que acaba construyendo su mundo. Por eso hay tantos mundos. Tantos como personas. Y ese mundo que somos cada uno se completa con sueños, fantasías y algo tan barato y tan enorme como la imaginación.

Recuerdo haber soñado varias veces con sirenas, en diferentes épocas de mi vida. La primera vez, hace ya bastantes años, a raíz de haber estado releyendo ese capítulo del Canto de la Odisea donde Homero refiere el deliberado encuentro de Ulises con las Ninfas.

Luego, en alguna ocasión más, soñé con seres que podemos asimilar a “mujeres-peces”, que en su gran mayoría tenían notable belleza y rara vez me resultaban repulsivas pero, cosa curiosa, aunque reconocía la hermosura de sus líneas, había algo… un no sé qué extraño -cuya causa siempre ignoraré- que me impedía sentirme atraído por esas criaturas.

Sueño recurrente de mi adolescencia, por el contrario, el que me llevaba náufrago a una isla sólo habitada por mujeres en la que mandaban las de más edad, siendo las ancianas quienes se encargaban de otorgar muy contados permisos a las más jóvenes para que pudieran ir al encuentro de los puntuales robinsones que llegaban –yo también lo hice- a sus costas. Las ancianitas se habían cuidado de guardar una especie de "derechos de pernada”. Las más jóvenes, extraordinarias guerreras y expertas amazonas, se las veían y deseaban para conseguir, muy de cuando en cuando, amparadas en la oscuridad y la frondosidad de la naturaleza, acercarse furtivamente a los náufragos. El ingenio, la picardía y la imprescindible complicidad con las más jóvenes y bellas daban al sueño la fuerza suficiente como para declarar la guerra al despertar.

Pero hoy no quiero declarar ninguna guerra, sino imaginar. Pasear por ti. Soñar despierto, si esto es estar despierto. Caminar cada poro hasta conocerte. Quedarme en ti, quedarme contigo. Sentir tu piel, áspera o suave, a veces líquida. Repasar las horas felices. Sabedor de que no está el tiempo para perder el tiempo.

La vida es incomparable a nada. Así que ahora que la tienes vívela. No hace falta viajar a ningún sitio. O sí. Hacia adentro. Dentro de ti. Si es tu soledad la que te acompaña, como perro inseparable y fiel… abrázala. Pero si decides estar en otro, en otra, hazlo sin miedo. Aunque tú no lo sepas… eres el paraíso que otra persona, sin duda extraordinaria, está buscando. Imagínatela. Esa persona que no se pierde ni una sola de las palabras que pronuncias, que podría retratar tus dientes, tu boca o tu lengua con solo cerrar los ojos. Que flota en ti y como brisa fresca de las tardes de agosto acaricia tu pelo danzando contigo.

Es verdad que muchas veces somos prisioneros de nuestros cuerpos. Y pasamos de la euforia a la melancolía, de la felicidad a la desdicha con demasiada prisa. Ese puede ser el momento de mirarnos menos. Te lo digo a ti también: No te observes tanto. Mírate menos. Es el momento de salir de nosotros mismos. Y a toque de trompeta libérate de las ataduras que te rodean. Y agárrate a esa nube de algodón, al rayo verde o a un cabello de la luna... si fuera de noche. Tenemos que ser felices sin preguntarnos por qué. Cantar, bailar, amar… Es importante que te sientas importante. Que vueles al territorio donde la felicidad es la única pregunta necesaria. Haz de tripas corazón y rómpete si fuera preciso. Todo por vivir en paz. Deslízate por los días como niebla que se disipa, que se difumina en la inmensidad y la ternura de un cielo azul turquesa. El pasado, pasado está: porque las cosas no son como las vemos, sino como las recordamos que diría Valle Inclán. Todos los túneles –ayer crucé unos cuantos- terminan. Borra las distancias. Hay un final feliz en la pantalla de cine de tu vida. Y si no… te lo imaginas.

Feliz domingo.

 

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