La absurda carrera

30.11.2025 | Redacción | Opinión

Por: Alejandro de Bernardo

adebernar@yahoo.es

A veces pienso que lo único que permanece sin inmutarse, de aquellas Navidades que vivimos de niños, es ese musgo que la lluvia de estos días ha hecho brotar en las zonas sombreadas. Ese tapiz… verde profundo, vistoso, aterciopelado. “Acariciable”.  Muchas serán las causas, mas me centro en la prisa y en la abundancia. Esos son los “enemigos” que han destrozado aquella Navidad que vivimos, disfrutamos y añoramos los  niños de mi generación y de muchas anteriores y algunas de después. Como soy un romántico, no quiero referirme al consumismo arrollador. O sí, deben ser sus consecuencias.

La prisa. Mira que he escrito veces sobre cómo va desnaturalizando cada caso y cada cosa. Ahora mismo, todo lo que no sea el “ya p´a ya” parece lento, caduco o trasnochado. La era de la inmediatez nos consume a base de felicidad impostada. No me extraña que los niños no sepan convivir con el aburrimiento y a los mayores se nos haga lento que un pedido desde China tarde más de tres días. ¡Qué descalabro, por Dios! Una eternidad. Batimos todos los records por momentos y siempre nos parece poco. Ignoramos que a veces, conformarse tiene más bondades que salirse con la suya. Pedimos las cosas para ayer por la tarde como si la máquina del tiempo estuviera a nuestro alcance. Pues, por suerte, todavía no. O eso creo.

Hay una canción de Danza Invisible que habla de “naranjas en agosto y uvas en abril” como si una situación excepcional pudiera dar lugar a ello. Todo muy adelantado. Hoy ya eso ni sería noticia. Entren en cualquier Mercadona y pillarán, si quieren, unas hermosas cerezas en bandejas de a pocas para que no le resulten caras. Pero si quieren huir de cualquier atisbo de excepcionalidad pregúntense desde cuándo pueden comprar la Lotería de Navidad, desde cuándo los turrones (duro, blando, de yema tostada, de caramelo, de chocolate, de coco... en fín). Desde finales de septiembre, ¡septiembre!, un buen arsenal de turrones nos mira desde los estantes del supermercado.

¿Qué queda de la Navidad si la comemos en pleno otoño? ¿Qué queda de la espera si la anticipación se ve apuñalada en la sangre por una fecha cada vez más prematura? ¿No es cierto que cuanto más se acerca la Navidad, menos se celebra? La fiesta pierde su alma, se vuelve vacía, envuelta en luces pero sin calidez.

La Navidad que recuerdo y siento, solía ser íntima: un olor, una canción que sonaba en la radio, la calidez de las habitaciones, las conversaciones, la familia, el ritual de decorar y encender las luces en casa y no en las calles, los amigos que te iban a buscar, los belenes en las casas...

El anuncio del que volvía a su casa por Navidad, la muñecas de Famosa caminando hacia el portal, las participaciones de lotería –no los décimos- para que a todos, al menos en intención, nos tocara un poco. Ni qué hablar de los regalos, de los juguetes…

Todo eso tan nuestro, tan familiar, tan de compartir… lo hemos cambiado por un calendario consumista. He aquí la abundancia: el otro depredador. No es que los turrones o los polvorones no sepan tan ricos como antes sino que cuando llega Navidad estamos tan hartos que ni nos saben.  Hemos llenado esta fiesta y los dos meses anteriores de compromisos, lo que deja cada vez menos espacio para lo que realmente la hacía especial: el reencuentro, la llamada que se hace porque sí, el postre largo, la merienda sin inspiración. Lo pequeño. Lo humano. Lo que no se hizo para vender.

Así que pregunto: ¿Cuándo comenzó esta absurda carrera por adelantar lo que antes esperábamos con entusiasmo? ¿Por qué no dejamos que octubre sea octubre, que noviembre sea noviembre y que la Navidad llegue cuando le toca? ¿Por qué reemplazar la verdadera magia con una simple decoración? Pues señores… yo no lo sé.

Feliz domingo y felicidades a las Andreas y a los Andrés, ya saben que desde hoy, “el vino nuevo viejo es”.

 

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